Rodolfo Regaño es un pintor honesto, afable, consecuente y sencillo. Enseguida coincidimos en gustos y preferencias. Dice lo que piensa en el momento que le parece oportuno.
Me resultó simpático aunque, al principio, se mostraba un poco reservado y un tanto reticente. La cautela para él no es exclusivamente previsión, precaución ni una postura defensiva, sino un sentido, tal vez de confianza para consigo mismo.
Esta manera de ser, este telón de fondo de su propio carácter, cae irremisiblemente ante sus interlocutores cuando les cree sinceros. Entonces su conversación se abre sin titubeos ni recovecos, aunque no se considera un hombre de palabras. “Hablar -confiesa- no es lo mío”. Su palabra es suya, como su pintura.
Era una mañana de un día gris de noviembre. Una ñaman tibia, apacible, que nos enlaza espiritualmente y nos facilita la conversación. Es la paz hogareña que nos envuelve en este preciso momento como una especial niebla de otoño.
Contemplo sus cuadros como una película cuyas imágenes se suceden con rapidez. En un primer encuentro con los pintores que he conocido siempre he preferido contemplar sus cuadros así: como una película, casi velozmente, sin pausas. Así percibo mejor el espíritu del pintor, el estilo que anida en ellos.
Los cuadros de Regaño me producen una grata impresión. Tienen “alma”. Palpitan. No creo que nadie pueda evadirse de esta impresión que nos causan. Son cuadros realistas.
Yo no me atrevería a encasillarlos en un declarado “hiper”- realismo. Deduzco que su realismo lleva adentro algo de él mismo. Rodolfo pone, además, en las telas su particular caligrafía.
Me decía o, mejor dicho, me precisaba que al pintor hiperrealista no se le puede negar, cuando pinta, el trabajo de chino que realiza. Sin embargo para Rodolfo no tiene sentido hacer “lo que ya está hecho”. Creo entender que se refería a “lo que ya está hecho ” en una fotografía cualquiera.
El piensa así. Se intuye con ello que en sus cuadros, además del dibujo concreto, del perfil escrupuloso, de lo real, laten todos sus ideales y su saber pictórico, su amor y su cariño por lo que hace, por lo que está haciendo. Su alma entera está en su obra. No se trata de lograr una imitación perfecta, sino de ver el tema con el cristal con que se mira. “Todo es del color del cristal con que se mira...” Y el suyo es la pasión, el sentimiento, el entusiasmo, el arrebato… En definitiva, el arte, si es que con esta palabra se puede expresar aquello que no se puede explicar.
Aquella mañana otoñal conocí al pintor y a su obra. Rodolfo tiene un rostro recio, algo severo e introvertido. Persona robusta, un tanto soñolienta. Viste con un desaliño pulcro, aunque parezca un contrasentido. Quiero apuntar, al expresarme así, que desprecia las modas y los petulantes aderezos. No se disfraza con tintes de bohemio trasnochado ni de “hippy” progresista. Regaño es, ante todo, una persona normal e inteligente que nunca ha sabido ni ha querido montar su “show” particular, ni tiene por qué divertir a nadie con acrobacias de circo.
Me decía: “Cada uno se expresa como es...”Un hombre de este talante, nacido en Fuenteovejuna, se inclinó ya en su niñez hacia el dibujo: Sustituía los recreos pasándolos dibujando.
Es en Sevilla donde- contaba tan sólo catorce años- se somete al maestrazgo de Juan Campos Campos, acreditado pintor sevillano que le impartió las primeras lecciones de dibujo. Cuando el joven discípulo le pedía permiso para pintar, el maestro le repetía una y otra vez:
- Es pronto, Rodolfo… ¡Primero dibujar, después dibujar y siempre dibujar! Y el alumno le obedecía con la esperanza de llegar, algún día, a tomar los pinceles y colorear a su gusto aquellos dibujos entonces ya perfectos.
Es indudable que el joven e incipiente pintor estuvo influenciado por las lecciones de Campos, por el ambiente sevillano y por los cuadros que contemplaba en los museos andaluces, especialmente los de Sevilla.
Sorprende que las obras de los clásicos pintores sevillanos tiendan hacia las oscuras tonalidades en unas telas huérfanas de lluz.
Yo, lego en teorías estilísticas, no comprendo cómo la luz espléndida, fascinante y alegre de Sevilla no aparezca casi nunca en los cuadros de sus pintores clásicos.
Rodolfo no entiende cuál es el secreto de aquel arte sombrío. Pero cuando, unos años después, se establece en Sitges, entra en contacto con una pintura de corte mediterráneo. Más tarde descubre, en Barcelona, que es posible verter en los cuadros la luz de aquellas poblaciones que, como Sitges, lindan con el mar y le abren sus brazos con alegría generosa.
En Sitges nuestro pintor quedó seducido por sus callejuelas, por sus casa blanqueadas y por su sol mediterráneo. Sus ojos se bañan en esta luz que deslumbra y acaricia. Entonces trata de encender con brillantes colores sus primeras telas. Casi lo consigue.
Rodolfo se establece allí y Sitges se convierte en el yunque donde forja su personalidad como artista y como pintor. La ciudad le resulta hospitalaria y de una simpatía desbordante. En Sitges permaneció cinco años, durante los cuales expuso sus primeros óleo en las galerías “La Nau”. “Marrón”, “Santiago Rusiñol”, “Escala d´Art” y “Nueva”.
Nuestro pintor busca nuevos horizontes pero vuelve con frecuencia a Sitges. Lleva esta ciudad marinera dentro de su corazón. Vuelve una y otra vez, y nunca la podrá olvidar porque recuerda que en ella dió sus primeros pasos, aquellos que, por difíciles, más quiso y más quiere.
En este momento empezamos a conocer las obras de ésta, su primera época. Una etapa llena de vacilaciones como las de sus amigos - artistas noveles, pero también repleta de aciertos. Ved , si no, en las primeras páginas de este libro, Composición con frutas, un cuadro que revela algunas influencias de la escuela sevillana; desnudos en los cuales el dibujo que encierran se viste de colores más luminosos, y sus primeros bodegones.
Si Sitges le contagia la alegría de sus casa y de sus calles, con más razón le cautiva Barcelona, la ciudad abierta donde se traslada con frecuencia.
Rodolfo me explicaba que el impacto que le causó la capital catalana, tanto por sus monumentos como por la acogida que le dispensaron sus advenedizos y futuros amigos, no lo olvidará nunca.
En Barcelona asistió a las lecciones que se impartían en el “Cercle Artístic de Sant Lluc”, y allá pudo familiarizarse con los profesores que tenía más a su alcance. Barcelona era otra cosa: tanto fue así que al cabo de poco tiempo decidió establecerse allí suspendiendo de sopetón sus relaciones con Sevilla, la tierra de su ya lejana adolescencia.
En Barcelona sentó, pues, sus reales el inquieto Regaño y, con el lastre de todo aquello que le había ofrecido su querido Sitges, empezó a pintar con renovado ímpetu y nuevos afanes. Entonces Rodolfo tantea las posibilidades de sus facultades y nos emociona con la espontaneidad y el realismo de una Barcelona Típica, callejera y bulliciosa. Ahí están sus telas más representativas: Catalunya, Estació de Sants, La Sagrada Família, El parque Güell… Estas telas constituyen un testimonio veraz de sus pasión por Barcelona. Destacan por el interés y cariño de nuestro pintor hacia la Ciudad Condal, que le da cobijo y le ofrece la ocasión de entrar en el mundo pictórico.
Los lienzos de esta época primera me han sorprendido con más fuerza, son los dos que se reproducen en estas página, titulados Alfarero y Retrato de Eusebio. En ellos el artista se desprende y se aparta de su realismo para dar paso a sus sentimiento y sus emociones. Su espíritu está dentro de estos dos cuadros y de su obra.
Perfecto el dibujo, sobrio el paisaje fugaz, intensa la luz en ambas telas y de una humanidad desbordante el retrato de Eusebio, de quien nos apetecería escuchar los rasgos de su vida. Junto al botijo, Eusebio descansa y medita…
De esta suerte el pintor está consolidado. Es hora de darse a conocer, de levantar el vuelo, de exponer su obra ante el público, que le aplaudirá en todo momento. Esparce y expone sus obras en muchas galerías de arte a lo largo y ancho del territorio español.
Los críticos descubren su profundo sexto sentido pictórico, fruto de largos años de aprendizaje. Así lo expresan en sus respectivas críticas. Ha llegado, para él, el momento de decidirse. conoce sus propias limitaciones. Pintará aquello que le plazca. “Tengo que pasármelo bien, cuando pinto”, me confiesa. Aunque sienta admiración por la belleza de los pueblos catalanes y sus paisajes, ásperos o bucólicos, luminosos o sombríos, Rodolfo declara con toda sinceridad que el paisaje, como tema pictórico, “es demasiado grande para mí”. La figura conlleva unas exigencias materiales difíciles de soslayar. Le quedan las naturalezas muertas, los bodegones caseros, íntimos, entrañables. Ellos lo llevarán a la fama. Le encantarán los encajes bordados por nuestras abuelas en el silencio de sus alcobas y los mantones plagados de largos flequillos.
Y ya en ellos tratará de superarse buscando nuevos temas. Le gusta la evolución, el “poco a poco”, pero no la revolución. Tratará, pues, de evolucionar, lentamente pero de forma constante. En este preciso momento su arte evolucionará hacia la expresión preciosista de los azulejos. Destaco de uno de sus cuadros la gama de tonalidades rojas y verdes que sirve de base o peana a dos jarros de porcelana azul. La perfecta combinación de colores, el detalle siempre presente en la totalidad del cuadro no pasa desapercibido- estoy seguro de ello- a nadie que posea una mínima sensibilidad artística.
Este, creo yo, puede ser el camino a seguir por este pintor afincado en Barcelona;: el camino de la evoluciçón hacia aquella temática que le emociona y le interesa, prescindiendo de cualquier otro. Sólo cuando se es sincero consigo mismo se es verdaderamente artista.
A pesar de todo, incluso de sus convicciones personales más íntimas, Rodolfo Regaño se debate en un mundo de dudas, de titubeos, de escrúpulos y recelos.
Ve, comprueba que su pintura no es “la que se lleva”. Se da cuenta de que la crítica más rigurosa se inclina por la pincelada amplia e insinuante; por una ambigüedad que necesariamente desemboca en la abstracción, de difícil captación por parte de cierto público, tal vez minoritario pero chillón y vocinglero. Y él, en cambio, es un pintor que se aferra al detallismo, a la investigación de nuevas técnicas, a un realismo tan efectivo como se quiera, al que Regaño infunde, además, la pasión y el sentimiento o la emoción que lleva dentro.
En arte es muy difícil señalar fronteras, colocar mojones entre lo bueno y lo malo. La misma crítica, en general, si es responsable, no se atreve a definir conceptos ni a calificar sin ambages ni tapujos dónde se halla la belleza. Se puede encajar muy bien en el puro abstractismo actual o - al mismo tiempo- en Las Meninas de Velázquez, o en el impresionismo de Cézanne o de Renoir. ¡Quién sabe!
Yo creo en la sinceridad de Rodolfo Regaño.
Por cuanto me ha dicho, yo lo respeto. Con su porte modesto y campechano, con sus afanes vigorosos; por toda su obra yo - y tantos otros- los aprecio. Y no trato de juzgarle porque conozco también mis propias limitaciones.
Ahora continúa con sus azulejos. Lo que importa es que lo que él haga le guste de verdad. Y si también, como así parece ser, le gusta al público, tanto mejor.
Estamos llegando al final de nuestro comentario… y nos preguntamos : ¿Cuál será el futuro de nuestro artista? ¿Hasta dónde llegará?
EStoy convencido de que a Rodolfo no le interesa en absoluto contestar estas preguntas. Caminamos envueltos, como los personajes de la novela de Don Miguel de Unamuno, en una densa niebla de contradicciones.
Queremos buscar el sol- como dice la canción- por un camino de tinieblas. Así no se puede ir a ninguna parte.
Regaño busca también la luz, pero por otros caminos, para verterla en sus telas. ¿Lo ha conseguido ya?
El artista de verdad siempre anhela superarse. Regaño contestaría que no. Que no lo ha conseguido.
Alejandro Cuéllar.